El ferrocarril atravesaba los campos lento, descargando en cada golpe su peso. Acaba de subir en la parada anterior, dejando el sombrero con cuidado sobre un pequeño maletín de cuero que descansaba en el asiento contiguo.
Estaba sola en el antiguo vagón que olía a madera mojada. Se acomodó en el asiento, arropando su pecho y con un gesto mecánico se estiró la falda cubriendo sus tobillos con la suave puntilla de la enagua. Su mirada se perdió en los montes, ocultos por la niebla.
Sus pensamientos regresaron a la noche anterior, en la que abrazada a Juan esperaba el Correo. Solo besos sin palabras, temblaban sus cuerpos, no de emoción sino de miedo. Pavor ante la reacción del amo, su esposo.
En la memoria, dibujaba sus largos
dedos separando uno a uno los mechones de la trenza que rodeaba su cabeza; lo
hacía tan despacio, tanto que le costó despertar.
Una voz desconocida, resonó a su lado.
-Señorita,-el billete-, solicitó el revisor.
-Perdone señor, me había quedado traspuesta.
-No se preocupe, -contestó el funcionario, mientras rasgaba el boleto-, siga durmiendo.
Le sonrió, fingiendo una tranquilidad
que no sentía. Nadie le buscaba todavía. Le despidió amablemente solicitando
que le avisara en su parada y regresó al cristal, que se alumbraba
fantasmagórico con las luces del amanecer. No quería pensar. Su confianza en Juan, le daba el valor que no había tenido
nunca.
El pitido profundo de la máquina, le
despertó bruscamente, aún quedaban dos horas para alcanzar la libertad. Huía del amo, con el que se había desposado
siendo casi una niña. Nunca supo la verdadera razón por la que sus padres la
habían dejado en el palacio. Tan solo la miseria y las falsas promesas fueron los
posibles motivos.
Desconocía en aquel momento cuán
largos eran sus tentáculos. Ignoraba que alguien la observaba de lejos. De nada
serviría su huida, sus propósitos. Mariana creía firmemente que cuanto más
lejos llegara más difícil sería caer en su garras. Se equivocaba.
Dormitaba a ratos, cada vez más tranquila. Concebía una nueva familia, un nuevo esposo, una relación de entrega y deseo consentido. Olvidaba paso a paso el miedo y el dolor. Convencida cada vez más de su seguridad, desatendía su cuidado.
Alguien
le toco suavemente en el hombro, a la vez que el tren se paraba bruscamente.
Un
señor encantador le ofreció su brazo, mientras ella se despedía amablemente del
revisor, que le vio alejarse por el pasillo. El hombre bajo primero,
sosteniendo el maletín con una mano, y ofreciéndole la otra para que pudiera descender. El tiempo
que había permanecido dormida, le había desorientado.
Una vez en el
andén, dijo - ¿le llevo a algún lugar?
-¿Se encuentra
lejos el pueblo? -preguntó, inocente.
-Ahí fuera,
está mi automóvil, si quiere puedo acercarla.
Fdo: Llanos Moraga Ferrándiz
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